Tal día como hoy, hace ocho años, a las dos menos diez del
mediodía, mi muñequita se decidía a dejarse conocer, adelantándose en diez
minutos a las predicciones de sus tíos que me habían vaticinado que nacería el
día dos a las dos y dejándonos a todos claro desde un principio que a ella
nadie le dice lo que tiene que hacer.
Ahí estaba yo, totalmente perdida como madre primeriza que
era, contemplando en su cunita de hospital a ese bebé que acababa de llegar a
este mundo sin manual de instrucciones, totalmente agotada después de dos
noches sin dormir, un día entero de contracciones y una matrona muy poco eficiente que
en lugar de ayudar en el parto lo único que hizo fue entorpecer. Y aún así la
primera noche la pasé sin pegar ojo por miedo a que a mi chiquitina le pasara
algo. La veía tan pequeñita, tan frágil, tan vulnerable…
No terminaba de creerme que esa personita que dormía junto a
mí fuera realmente mía, que esas piernecitas diminutas fueran las que me habían
golpeado las costillas desde mi interior. Y es que sólo yo sé lo mucho que se
han movido mis niños durante los embarazos.
Me parece increíble cuando algunas madres comentan que
apenas notaron a sus hijos. Los míos pateaban por ellos y por todos esos que
apenas se movieron. La gente me decía que hasta los cuatro meses no suelen
notarse las pataditas, en el primer embarazo incluso más tarde. Yo estaba
embarazada de poco más de tres meses cuando comencé a notar un revoloteo en mi
vientre. Al principio pensé que serían gases o cualquier otra cosa, pero poco a
poco era más frecuente e intenso así que no quedaba duda, era mi pequeñaja.
Sí, mi pequeñaja, esa que cuidó tan celosamente de su
intimidad que no nos dejó conocer su sexo hasta el séptimo mes de embarazo,
haciendo que su padre se llevara una pequeña decepción ya que él prefería que
hubiera sido un niño. Lo cual no evitó que en nada y menos nuestro bichín se
metiera a papi en el bolsillo.
Todavía recuerdo su primer pañal, ese que papá quiso cambiar
muy voluntarioso para que yo no tuviera que levantarme de la cama. Por suerte
en ese momento entró en la habitación una auxiliar y, viéndole tan hábil, se
ofreció a cambiarlo ella.
Quién iba a decirle a él que tan sólo veinte meses más
tarde cambiaría el primer pañal de nuestro segundo hijo ya como todo un
profesional en la limpieza de culitos de bebé. Y con el tercero ya fue pan
comido, para entonces ya era capaz de cambiarlos con una mano y los ojos
cerrados.
Y ya han pasado ocho años, ocho largos años desde ese
momento tan indescriptible en que por
primera vez coges a tu hijo entre tus brazos y le aprietas contra tu pecho, en
que ves su carita rosada, en que aspiras ese olor a nueva vida y te enamoras
perdidamente de esa personita para siempre. Que deprisa se me han pasado.
¡¡¡FELICIDADES PRINCESITA!!!